Una breve historia, a modo de introducción, del libro Mi encuentro con el Arte
El comienzo:
Día cero
6 de Noviembre de 1957 |
Le sonreí con cierta picardía y le contesté: –Esos dibujos lo pinta cualquiera...
–¡Vale! Ven conmigo a mi estudio. Miró a mi abuela y le dijo: –Mamá, desde hoy él tiene permiso para entrar a mi estudio.
Mi tío tenía su estudio en el segundo piso de la casa de mis abuelos. Era una habitación convertida en taller de pintura situada encima del garaje con una escalera privada. Para entrar teníamos que atravesar un pasillo que pasaba por la cocina-comedor –donde casi siempre estaba la abuela– hasta llegar al final. A la derecha había una puerta para entrar al garaje, un pequeño vestíbulo y la escalera privada del estudio. Era una especie de recoveco exclusivo de mi tío al que nadie estaba autorizado a entrar... excepto yo, desde ese momento.
–Mírame a la cara y pon atención a lo que voy a decirte –me dijo con tono serio pero con voz muy amable–. Señaló para un estante con muchos frascos de pinturas y pinceles... Continuó hablando: –Estos son los pinceles que puedes usar, las temperas y las cartulinas. No toques más nada. Cuando termines de pintar, vas al baño y lavas bien todos los pinceles. No ensucies el suelo del estudio... ¡Ah!, deja bien limpio el baño cuando termines. ¿Entendido?
–Sí –le respondí.
Día uno
2 de Noviembre de 1957 |
Estuve pintando toda la tarde sin parar hasta que se acabaron las cartulinas. Coloqué los dibujos en el suelo como si fuera una alfombra, bajé la escalera y me tropecé con mi abuelo en el comedor.
–¡A ver, quítese esas ropas y dese una ducha! –me ordenó– Y no olvide llevar la ropa sucia a la lavadora.
Me miré en el espejo del baño, tenía la camiseta manchada de pintura, las manos y la cara... Regresé corriendo al estudio y comprobé que todo lo había dejado muy limpio.